En los círculos cristianos, en el debate contemporáneo sobre el conflicto en Medio Oriente, es común escuchar referencias al “pueblo elegido de Dios” o a las promesas bíblicas hechas a Israel. Sin embargo, muchas de esas apelaciones confunden dos realidades distintas: el Israel bíblico, que pertenece al ámbito de la fe y las sagradas escrituras, y el Estado moderno de Israel, fundado en 1948. El presente articulo examina esta diferencia esencial para desmantelar las lecturas teológicas que buscan justificar acciones políticas y militares actuales, revelando la ironía del apoyo de ciertos círculos conservadores a un Estado que promueve libertades que ellos mismos combaten.
El Israel bíblico: Una comunidad de fe, no un Estado
En la Biblia, Israel designa a un pueblo más no a un Estado. En pocas palabras, surge con la figura de Jacob, a quien se le cambia el nombre a Israel y representa la comunidad de las doce tribus descendientes de él.
«Y el varón le dijo: No se dirá más tu nombre Jacob, sino Israel; porque has luchado con Dios y con los hombres, y has vencido»
Génesis 32:28
Este pueblo mantiene una relación especial con Dios, basada en una alianza que exige fidelidad, justicia y misericordia. En la Torá se relata que esta alianza comenzó con Abraham, a quien Dios prometió descendencia numerosa y una tierra que heredarían sus hijos.
«También le dijo Dios: Yo soy el Dios omnipotente: crece y multiplícate; una nación y conjunto de naciones procederán de ti, y reyes saldrán de tus lomos. La tierra que he dado a Abraham y a Isaac, la daré a ti, y a tu descendencia después de ti daré la tierra»
Génesis 35:11-12
Así, Israel surge como un pueblo elegido para vivir conforme a los mandamientos divinos, no como una entidad política. Los primeros israelitas habitaron la región de Canaán, equivalente hoy a territorios del actual Israel y Palestina. Como otros pueblos del antiguo Oriente, practicaban formas de henoteísmo (creer en varios dioses, pero adorar a uno principal), reconociendo a YHWH (Yahvé) como su Dios supremo, cuyo nombre se consideraba tan sagrado que no debía pronunciarse.

Según el relato bíblico, una gran hambruna llevó a Jacob y sus hijos a emigrar a Egipto, donde sus descendientes fueron esclavizados hasta la llegada de Moisés. El Éxodo o la huida de Egipto marcó un nuevo momento de la alianza. En el Monte Sinaí, Dios entregó a Moisés las tablas de la Ley, sellando un nuevo pacto exigía justicia y fidelidad. Finalmente, en Deuteronomio, se establece que la bendición o la maldición del pueblo dependerían de su obediencia a los mandamientos divinos.
Según el historiador judío del siglo I, Flavio Josefo, la promesa de Dios a Abraham podía interpretarse como el anuncio de una gran nación que dominaría a sus enemigos, en alusión al pasado de Israel y su entrada en la tierra de Canaán, una lectura que, con el paso del tiempo, algunos sectores del judaísmo transformaron en una expectativa política y nacionalista. De allí surgió la idea de que Israel, algún día, volvería a dominar sobre sus antiguos opresores.[1]
«Entonces hablarás y dirás delante de Jehová tu Dios: Un arameo a punto de perecer fue mi padre, el cual descendió a Egipto y habitó allí con pocos hombres, y allí creció y llegó a ser una nación grande, fuerte y numerosa»
Deuteronomio 26:5
Estos textos bíblicos siguen teniendo influencia en la actualidad y han configurado la noción de los judíos sobre sí mismos como entidad política y religiosa, así como atribuirse una relación especial con Dios. La narración histórica es una interpretación teológica de las realidades de una comunidad que, con el paso del tiempo, se ha transformado en una visión secular de una “autoemancipación política”, como afirma Nicholas Lange. De esta concepción comienza a surgir el sionismo político que buscaba y defiende la creación de un Estado judío bajo el nombre de Israel.
Del sionismo político al Estado moderno de Israel
El sionismo, fundado por Theodor Herzl a fines del siglo XIX, fue una respuesta al antisemitismo europeo. Herzl consideraba que el “problema judío” requería una solución política, no teológica: un Estado propio donde los judíos pudieran vivir seguros. Es más, Palestina no fue la única opción considerada, se discutieron también territorios como Argentina e incluso Uganda.
Es por esta razón que el sionismo y la defensa de este es un movimiento de carácter político, no religioso.
En 1948, tras el Holocausto y el fin del Mandato Británico, se proclamó el Estado de Israel. La Declaración de Independencia afirmaba:
“La Tierra de Israel es la cuna del pueblo judío. Aquí forjó su identidad espiritual, religiosa y nacional”
Por lo tanto, mientras que el “Israel Bíblico” constituyó una comunidad de fe cuya identidad se define más por una alianza espiritual que por fronteras territoriales, el Estado de Israel responde a un contexto histórico y motivaciones políticas y geoestratégicas completamente distintas.
Según Nicholas De Lange (2011), Israel se posicionaba como un lugar que garantizaba un refugio para los judíos en un momento de grandes dificultades económicas y políticas. Es por esta razón que también ocupa un lugar único en el afecto judío, y no únicamente por considerarse Tierra Santa.

La creación del Estado de Israel no fue un proceso pacífico. Entre 1946 y 1948, grupos sionistas armados, como el Irgun, el Lehi (Stern) y la Haganá, llevaron a cabo atentados, expulsiones y masacres contra población árabe palestina, como la masacre de Deir Yassin, donde fallecieron más de 100 árabes. Estas acciones buscaban forzar la huida masiva de palestinos y asegurar el control territorial del nuevo Estado. Algunos historiadores israelíes, como Ilan Pappé, califican estos hechos como parte de una limpieza étnica planificada[2]. Según David Solar, durante esta etapa, al menos 400 mil árabes fueron desplazados forzosamente de sus hogares.[3]
Tras la fundación del Estado, los grupos palestinos, posteriormente organizados en movimientos como Fatah y actualmente Hamás, respondieron con acciones armadas y terrorismo, incluyendo ataques contra civiles israelíes. Entre 1949 y 1955, el terrorismo árabe causó en Israel unos 400 muertos y no menos de 600 heridos.
La violencia, por tanto, no fue unilateral, sino resultado de una lógica de despojo, resistencia y retaliación que se ha perpetuado hasta el día de hoy.

En las últimas décadas, diversas organizaciones internacionales, incluidas Amnistía Internacional, Human Rights Watch y la ONU, han descrito la ocupación israelí sobre los territorios palestinos como un régimen de apartheid. El término no se refiere solo a la segregación física, sino al conjunto de leyes y prácticas discriminatorias que otorgan derechos distintos a judíos e israelíes frente a palestinos, tanto en Cisjordania como en Jerusalén Este y Gaza. El control militar, la restricción de movimientos, los asentamientos ilegales y la expropiación de tierras son parte de un sistema que consolida la desigualdad estructural. Mientras tanto, en Gaza, el bloqueo impuesto desde 2007 constituye una forma de castigo colectivo prohibida por el derecho internacional humanitario.
Incongruencia y doble discurso
Hay un detalle importante que suele escaparse de los círculos que defienden a Israel como el “pueblo elegido por Dios” y es que el mismo Estado de Israel no es una realidad religiosa, sino política. Es decir, no busca ser un Estado teocrático o escatológico, sino una sociedad moderna y secular, con democracia parlamentaria y pluralista.[4]
Es verdad que, a nivel interno, el Estado de Israel expone profundas fragmentaciones teológicas y políticas, así como tensiones entre las ramas más radicales del judaísmo, como la ortodoxa, y corrientes más liberales como la reformista, esta última sin gozar de los mismos privilegios públicos que la primera. Algunas leyes y costumbres estatales derivan directamente de la religión: la fiesta preceptiva es el sábado (Shabat), las normas alimentarias judías son de cumplimiento obligatorio en las instituciones públicas, y la lengua oficial es la del texto bíblico. Sin embargo, el Estado israelí también reconoce políticas que, desde la perspectiva de los sectores religiosos conservadores del mundo cristiano, resultarían inaceptables. Desde 1978, el aborto es legal bajo determinadas circunstancias, y el estatus de las parejas de hecho homosexuales es equivalente al de los matrimonios heterosexuales. Israel, de hecho, cuenta con una comunidad LGBTQ+ muy activa, que organiza anualmente marchas del orgullo en Tel Aviv, Jerusalén y Eilat.

Resulta, entonces, profundamente irónico que muchos círculos conservadores y religiosos, especialmente en la sociedad peruana, invoquen las Escrituras para justificar las políticas de ocupación y la violencia israelí bajo el argumento de la “legítima defensa” o del supuesto derecho divino del “pueblo elegido”. No obstante, Esos mismos grupos que se oponen al aborto, a los derechos de las personas LGBT+ y a la separación entre religión y Estado, apoyan sin reparos a un país que promueve precisamente esas libertades. Su respaldo, por tanto, no nace de la coherencia moral ni de la convicción teológica, sino de una lectura ideologizada de la fe que transforma un conflicto político en cruzada espiritual. En nombre de la “defensa de los valores cristianos”, terminan justificando un Estado que encarna, paradójicamente, todo aquello que dicen combatir.
Incompatibilidad cristiana con el sionismo político
Para los cristianos, Israel tiene una importancia que va mucho más allá de la geografía o la política. Desde sus inicios, el cristianismo primitivo es una religión sincretista, marcada y configurada por influencias históricas, religiosas y culturales, en especial de procedencia judía helenística.[5] En la Biblia, al igual que para el judaísmo, Israel representa el pueblo de la alianza, el espacio donde Dios se revela y donde se cumple la promesa de salvación.
El Nuevo Testamento, enseña que la verdadera descendencia de Abraham no es étnica, sino espiritual. Entonces, quienes viven por la fe participan de esa alianza, sin importar su origen.
«No es que la palabra de Dios haya fallado; porque no todos los que descienden de Israel son israelitas, ni por ser descendientes de Abraham, son todos hijos; sino: En Isaac te será llamada descendencia. Esto es: No los que son hijos según la carne son los hijos de Dios, sino que los que son hijos según la promesa son contados como descendientes»
Romanos 9:6-8
«Ya no hay judío ni griego; no hay esclavo ni libre; no hay varón ni mujer; porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús. Y si vosotros sois de Cristo, ciertamente linaje de Abraham sois, y herederos según la promesa»
Gálatas 3:28-29
Michael Pahl, especialista en Estudios Bíblicos subraya que el mensaje de Jesús universalizó la identidad del pueblo de Dios. En lugar de un Israel definido por fronteras o linaje, el Evangelio propone una comunidad abierta a todas las naciones. En este sentido, la doctrina cristiana no exige el apoyo incondicional e incuestionable al Estado de Israel o, en todo caso, al movimiento sionista ya que supondría, como advierte Pahl, una incompatibilidad con el Nuevo Testamento. Esta interpretación no supone la anulación del pacto con Israel bíblico, sino su plenitud universal en Cristo. El Evangelio no reemplaza a Israel, sino que lleva a cumplimiento la promesa de Dios de reunir a todos los pueblos en una misma fe.
No existe en la fe cristiana ningún dogma ni mandato intrínseco que exija apoyar o rechazar la creación del Estado de Israel. Su existencia pertenece al ámbito de la política moderna, no de la revelación ni de la teología. Por ello, defender o criticar al Estado de Israel no constituye un acto de fe, sino una posición política, ajena a las Escrituras.
De la tierra prometida al poder terrenal
Ante todo, los Estados no son gobernados por Dios, sino por seres humanos que ostentan intereses políticos, económicos y personales. En el caso de Israel, las decisiones y el genocidio llevado a cabo en Gaza que ha provocado la muerte de más de 65 mil palestinos fueron decisiones del primer ministro Benjamín Netanyahu y el ministro de Defensa, Israel Katz; no decisiones de Dios.
Confundir el Israel bíblico con el Estado moderno lleva a justificar políticas actuales como si fueran designios divinos, algo que las Escrituras no sostienen. Recordar esta diferencia entre fe y poder es fundamental para evitar el uso ideológico de la religión y para promover una mirada más humana, ética y crítica frente al conflicto con Palestina. Solo distinguiendo entre la promesa espiritual y la realidad política podremos debatir de verdad, sin convertir a Dios en el pretexto de las acciones que toman los hombres.
[1] De Langue, N. (2011). El judaísmo.
[2] Pappé, I. (2008). La limpieza étnica de Palestina.
[3] Solar, D. (s.f). El nacimiento de Israel.
[4]Küng, H. (2013). El judaísmo: pasado, presente, futuro. (p. 450-530).
[5] Brox, N. (1986). Historia de la Iglesia Primitiva. Editorial Herder S.A., Barcelona.










