Luego del despliegue de siete buques de guerra, la sombra de un submarino nuclear y miles de efectivos por parte del gobierno estadounidense contra Venezuela, el presidente Nicolás Maduro se ha pronunciado este miércoles al respecto de esta nueva embestida.
“No es la primera ni la última, es solo otra embestida y Venezuela está de pie y así seguirá, con serenidad y con fe inquebrantable en la victoria”.
La declaración se dio en el contexto de la conmemoración de los 80 años de la “gran victoria china” contra la invasión japonesa, aludiendo a paralelismos entre los eventos ocurrido entre China y Japón, luego de haber calificado las acciones del país americano como una amenaza militar.
El mensaje llega apenas días después del ataque de la Marina estadounidense contra un barco que, según Washington, transportaba drogas desde Venezuela. La operación —ordenada por Donald Trump— dejó 11 muertos y fue presentada como el inicio de una nueva campaña militar contra los cárteles vinculados al Tren de Aragua. Para el Pentágono, fue un golpe quirúrgico; para Caracas, un “montaje” fabricado con inteligencia artificial para justificar la agresión.
— Department of Defense 🇺🇸 (@DeptofDefense) September 5, 2025
Asimismo, Maduro refuerza su discurso apelando a la fe, afirmando que la unión popular militar y policial, habrían constituido una trinchera de resistencia que garantizaría la paz en el Caribe. Una narrativa de conflicto de soberanía envuelta en la religiosidad.
El uso de la palabra fe no es casual. En medio de la tensión militar y económica, el mandatario apela a un lenguaje que combina lo político con lo espiritual, presentándose no solo como jefe de Estado, sino como líder de una causa casi mesiánica frente a la presión extranjera.
Este tipo de discurso busca transformar la resistencia nacional en un acto de creencia colectiva, vinculando la defensa de la soberanía con un deber moral y casi religioso.
En Venezuela, donde la fe popular ha jugado históricamente un papel de refugio frente a las crisis, la retórica del jefe de Estado encuentra un terreno fértil: legitima su liderazgo en clave de fe pública, al mismo tiempo que convierte el conflicto geopolítico con Estados Unidos en una lucha simbólica entre el bien y el mal.
