Aunque a menudo se le percibe únicamente como una institución religiosa, la Santa Sede opera como un Estado con una política exterior activa y singular. Desde su creación formal en 1929 mediante los Pactos de Letrán, la Santa Sede mantiene relaciones diplomáticas con más de 180 países y mantiene un estatus de observador permanente en organismos internacionales como la ONU.
A diferencia de otras naciones, su poder no reside en su capacidad militar o económica, sino en su influencia simbólica y el ejercicio de lo que se conoce como el «poder blando»[1]. Este poder se manifiesta en su capacidad para mediar en conflictos, promover el diálogo interreligioso y movilizar la agenda internacional sobre situaciones de injusticia y persecución religiosa. En este sentido, la diplomacia del Vaticano se fundamenta en principios éticos, morales y humanitarios inspirados en la doctrina social de la Iglesia. Su objetivo es buscar una nueva filosofía de las Relaciones Internacionales que priorice el desarme, la biodiversidad cultural y solidaridad con los países menos desarrollados.[2]
Uno de los ejemplos más claros de su rol diplomático fue la mediación entre Cuba y Estados Unidos en 2014, que contribuyó al restablecimiento de relaciones bilaterales. El Vaticano también actúa como portavoz de la mediación pacífica, como lo ha demostrado en escenarios tan diversos como la Segunda Guerra del Golfo, Colombia y Ucrania. Sus llamados constantes a un alto al fuego en Gaza y a la protección de los cristianos perseguidos en Medio Oriente y África son una prueba de su compromiso.
Raúl Castro: Quiero reconocer el apoyo del Vaticano y en especial al Papa Francisco al mejoramiento de relaciones http://t.co/gaFoZqSfbS
— CNN en Español (@CNNEE) December 17, 2014
Sin embargo, este papel no está exento de tensiones. El Vaticano ha sido criticado por mantener relaciones con Estados cuestionados por violaciones a los derechos humanos, como Myanmar y Azerbaiyán. Este tipo de decisiones generan un debate inevitable sobre el equilibrio entre la pragmática diplomacia y la moral cristiana.
Aun así, en un mundo dividido, la presencia del Vaticano recuerda que la política internacional también puede guiarse por valores. Su voz, aunque simbólica, sigue siendo una referencia moral capaz de influir en decisiones y abrir caminos de diálogo donde otros fracasan. Al abogar por la reconciliación, la paz y la defensa de la dignidad humana, la Santa Sede nos recuerda que el propósito fundamental de los actores internacionales no debe ser justificar la guerra ni competir por poder o seguridad, sino construir puentes de cooperación entre los pueblos.
[1] Término acuñado por el geo politólogo Joseph Nye para definir la capacidad de un actor para alcanzar sus objetivos en el entorno internacional a causa de una valoración positiva de su identidad y expresiones culturales.
[2] Vinicius Brito de Macedo, M. (2010). La diplomacia pontifica como servidor petrino. Anuario de Historia de la Iglesia, vol. 19, 492 – 496.