Son miles los jóvenes que han levantado su voz y fuerza para luchar contra la corrupción endémica, la fragmentación de la democracia, la creciente criminalidad y la lacerante injusticia social. Levantando banderas inspiradas en el anime “One Piece” como símbolo de rebeldía y libertad, expresan su rechazo a las instituciones y a los partidos políticos tradicionales. En cada pancarta late una misma aspiración: la búsqueda de un cambio real que garantice derechos, libertades y dignidad ciudadana para todos.
No obstante, el mensaje de esta energía política suele desvanecerse en el aire. La generación Z, quizás más crítica y conectada con la realidad política, es también una de las más fragmentadas, precisamente por la falta de un manifiesto, postura o liderazgo común. En las redes sociales, abundan las voces y causas, pero escasean las propuestas concretas.
La reciente marcha del 15 de octubre ejemplifica este escenario. Convivían pancartas que exigían la renuncia del presidente José Jerí y denunciaban la corrupción de la clase política, con otras que demandaban la instalación de una Asamblea Constituyente, el cierre del congreso e incluso, la liberación del ex presidente Castillo. Todas estas causas surgen de una indignación legítima, pero su dispersión temática y de objetivos impide construir una dirección política duradera.
La inconsecuencia no está en la protesta en sí – que es una expresión de insatisfacción y descontento social -, sino en la ausencia de proyecto articulado. Se reclama libertad, pero no se define qué significa. Se rechazan las ideologías, aunque dentro de las movilizaciones operan grupos que sí actúan desde marcos ideológicos y políticos muy marcados. Se exige representación, pero incluso los voceros designados terminan contradiciéndose entre sí.
Y quizás aquí es donde reside el rasgo más visible de la Generación Z: sabe perfectamente lo que no quiere, pero todavía no articula lo que sí desea. No quiere delincuencia, ni corrupción ni privilegios ilícitos, ni políticos que vivan del Estado; pero tampoco sabe qué modelo de país imagina, qué líderes podrían representarles o qué proyecto sería capaz de unir sus causas dispersas. Aunque este punto de partida es completamente válido, honesto y legítimo, corre el riesgo de quedarse en una política de negación, sin trazar una ruta hacia el cambio que tanto se demanda.
La desconfianza de la Generación Z hacia los partidos políticos es comprensible: han crecido atestiguando cómo la clase política peruana traiciona a su pueblo una y otra vez. Pero, transformar un país sin organización es casi imposible. Pretender incorporar las demandas sociales en la agenda pública sin saber con claridad cuáles son, es una ficción. La insatisfacción social puede derribar, pero solo la coherencia y organización colectiva puede construir.










