Opinión

Amor, verdad y dignidad: un llamado al equilibrio evangélico

Ser cristiano implica amar con gracia y decir la verdad con respeto. No debemos convertir nuestras convicciones en armas para deshumanizar y menospreciar a otros.

Despreciar a alguien por su orientación no es cristianismo, es rechazo disfrazado de fe. Muchos cristianos dicen amar a Dios, pero desprecian a su prójimo. Rechazan y condenan a quienes no son iguales a ellos, afirmando con versículos que quienes viven o se identifican de manera distinta, están lejos de Dios.

¿No se están alejando de Dios quienes condenan y juzgan con tanta dureza? Al actuar así, ignoran el verdadero llamado del Evangelio: amar, perdonar y ser luz en medio de la oscuridad. Porque, ¿cómo puede alguien decir que sigue a Cristo cuando su vida refleja más juicio que compasión?

Jesús nunca le cerró la puerta a nadie. Tocó leprosos, defendió a mujeres en público y se enfrentó a religiosos que imponían leyes sin amor. Entonces, ¿en qué momento se volvió coherente negar el trato digno y el amor cristiano a las personas LGBT?

Ser cristiano no se trata de estar de acuerdo con todo. Se trata de ser coherente con el mandato de amar sin condiciones, y de recordar que nadie se salva por presumir una conducta sexual intachable o exhibir una moralidad impecable. Ante todo, está la gracia, no la arrogancia de creernos superiores.

La Biblia no enseña a rechazar personas, ni a juzgarlas como si nosotros fuéramos jueces supremos. El amor “no se irrita, no guarda rencor” (1 Corintios 13:5). Enseña que todos somos hechos a imagen de Dios (Génesis 1:27), y que Jesús murió por todos sin excepción; su gracia transforma a quienes la reciben con fe.

Muchos se escudan en su “libertad religiosa” para justificar el rechazo, sin darse cuenta de que están usando su fe como arma, no como puente. Desnaturalizar, deshumanizar y despreciar a una persona por su identidad o forma de vida no es parte del Evangelio, sino el reflejo de una cultura social que muchas veces ha desplazado el mensaje de Cristo. Y cuando la cultura se impone sobre el Evangelio, lo que se predica ya no es a Cristo, sino una tradición humana disfrazada de espiritualidad.

El amor de Dios no es selectivo ni condicional. No está reservado para quienes creemos que lo merecen. Está disponible para todos. Siempre. Él nos amó primero, aun cuando no lo merecíamos (1 Juan 4:19). El respeto no implica aprobación, implica humanidad. Y eso no lo exige alguna agenda política o ideológica en particular, lo exige el Evangelio.

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